Reproducimos el artículo publicado por El País Semanal del 19 de noviembre. En la entrevista realizada a Telmo Rodríguez se menciona Fuentemolinos y se reproduce una de las bodegas antiguas. Telmo Rodríguez manifiesta: "Para mi, el futuro es el pasado" ... y "trabajar junto a los viejos agricultores de la zona, Pepe o Valentín, para que le transmitan sus secretos..."
Publicado por El País Semanal el sábado 19 de noviembre de 2016
Publicado por El País Semanal el sábado 19 de noviembre de 2016
Telmo
Rodríguez es una de las referencias mundiales del vino español. Culto e
iconoclasta, lleva dos décadas al frente de un proyecto que se basa en
la tradición, el paisaje y la artesanía.
Sábado 19 de noviembre de 2016
TELMO RODRÍGUEZ no es un agricultor; tampoco es un enólogo,
ni un artista, ni siquiera un hombre de negocios. Pero sin ser
exactamente ninguna de esas cuatro cosas se ha convertido en dos décadas
en el personaje de referencia del vino español; en una figura clave en
la reivindicación de una herencia, un paisaje y una forma artesana de
trabajar; un activo propagandista de la originalidad de nuestros
viñedos; un agitador frente al anquilosamiento de un sector controlado
por las bodegas industriales que han apostado desde los años sesenta por
la cantidad frente a la calidad; un activista contra las rancias reglas
de los consejos reguladores. Y, sobre todo, un emprendedor que, en
1994, partiendo de cero, sin bodega, tierra, viñas ni barricas, con un
aval de su padre de 3.000 euros, inició un proyecto personal que le ha
llevado a tener tres bodegas sin arquitectura galáctica pero con alma;
70 hectáreas de cultivo, facturar cinco millones de euros y producir un
millón de botellas al año, que en su mayoría exporta. Y, además,
conseguir la máxima calificación de su tinto Las Beatas (1.500 botellas
que brotan en las 1,9 hectáreas de un territorio áspero y olvidado)
entre los grandes vinos de La Rioja por el gurú de la crítica global,
Robert Parker.
Se venden a 150 euros. El premio a 15 años de trabajo, enterrando
dinero, resucitando cepas, oteando el horizonte con la paciencia del
viejo surfero que espera la ola. Esa es su naturaleza. “Soy un hombre de
vino y agua salada”, se define. “Hacerlo bien vale la pena. Crear un
buen vino te cuesta siete veces más que hacer uno industrial, pero esa
botella artesana se paga 20 veces más cara en el mercado internacional. A
los jóvenes que empiezan les digo: ‘Si tienes una finquita, si tu
abuelo se dedicaba a esto, haz buen vino, como lo hacía él, con amor, y
vivirás bien”. En ese dictamen coincide Quim Vila,
uno de los iconos del sector, que distribuye desde su colmado en
Barcelona, fundado en 1932, un centenar de las bodegas más excitantes:
“Hay un nicho alto de consumidores en todo el mundo que buscan vinos
especiales, de uvas autóctonas y territorios fuera del mapa. Y lo pagan.
Buscan lo que está desapareciendo: lo natural, singular, diferente. Y
en esa línea, hay muchos viticultores jóvenes trabajando en Canarias,
Castilla, Cataluña, Galicia o Baleares. En fincas increíbles,
abandonadas, colgadas sobre el mar; en terrenos donde no se da otra cosa
que viña porque ninguna otra cosa puede crecer. Y si colocas tu vino en
ese mercado top, puedes ganar dinero. Telmo ha sido el
catalizador de ese movimiento. De los pioneros en lanzarse en busca del
arca perdida. En su proyecto no manda el marketing, sino la pasión. Y le ha salido bien”.
Los microdominios vitícolas de Telmo Rodríguez se extienden desde Ourense hasta Alicante y desde Málaga hasta Burgos y desde Ávila hasta La Rioja. Y continúa su camino. Viajando 300 días al año. La mayoría en dirección a Asia. Para explicar su proyecto. Con una botella bajo el brazo. En catas en Hong Kong, Bangkok o Taipei, donde nadie ha oído hablar de los vinos españoles. Y hay que ponerse sin humos a la cola de los franceses e italianos. Y vender con un mensaje de tradición y excelencia. “No pretendo ser el número uno o vender más caro que nadie. Quiero hacer país. Dejar algo a los que vienen detrás: orgullo por lo propio, por nuestra tierra, que atesora el 60% de la biodiversidad de Europa, y donde se elabora vino desde los romanos. España se tiene que quitar de encima esa imagen de vino barato. Y la tiene porque aquí se ha despreciado la viticultura tradicional. Y aún se sigue valorando más producir 10.000 kilos por hectárea que la magia de alguien volcado en una viña. Y si te cargas lo manual, lo auténtico, acabas con una forma de vida; con un tejido humano, paisajístico y económico que ya no vas a recuperar. Ese mundo sobrevivirá si se valora la artesanía y puedes vivir dignamente de la viña, como Emilio Rojo en Ribeiro, Abel Mendoza en La Rioja, Jorge Monzón en la Ribera, Ricardo Pérez y Raúl Pérez en El Bierzo, Rodrigo Méndez en Rías Baixas o Daniel Jiménez-Landi en Gredos. Y los modernos productores del Rioja ‘n’ Roll”.
Cuando Telmo Rodríguez aterriza en uno de sus viñedos, entra en
trance. Se mueve inquieto y silencioso entre las polvorientas hileras de
cepas semienterradas en el suelo, plantadas en vaso, como se hizo
durante siglos, con la cabeza baja y las manos perdidas en los bolsillos
de sus Dockers. Corretea entre sus piernas Spoon, su pequeña
Jack Russell. Arranca hojas y racimos sin madurar; pica uvas al azar,
las mordisquea y escupe un jugo rojizo. Mira al cielo, de un azul acero
castellano. Hay en las cepas esqueletos de racimos. La vendimia es
inminente, los pájaros han comenzado a devorar los granos de uva. “Eso
es que están buenas”. Se mimetiza entre los retorcidos troncos de vid
coronados de hojas verdes y rojas, y con unas raíces viejas y profundas
que extraen a este terruño todo su carácter.
Es un tipo breve de tamaño, sólido de anatomía, con una mirada que escanea todo lo que ocurre en torno suyo y una frondosa cabellera que le resta años a sus 54. Un adicto al vino, pero también a los libros, el diseño, la arquitectura, Miquel Barceló, los percebes y la buena conversación. Su referente histórico es el Medoc Alavés, un intento a mediados del siglo XIX, capitaneado por un grupo de ilustrados y aristócratas, de crear una alternativa de calidad vitícola e intelectual frente a Burdeos. No prosperó. Es su modelo. Uno de sus placeres es reunir en la vieja hacienda familiar de Remelluri artistas, políticos, profesores, bodegueros y periodistas, y provocarlos. Y escuchar sus respuestas y propuestas. Nunca toma nota. Pero la toma.
Estamos en la soledad de la Pardilla, una pequeña finca en la Ribera del Duero. En ella conviven, como antaño, cepas de distintas variedades que prestan una tonalidad multicolor a la viña; ha plantado en torno a ella olivos y almendros. Algo que hace en todas sus propiedades. El viñedo ofrece la imagen de un jardín vivo y salvaje. Estos terrenos, abandonados durante décadas, forman parte de su sueño inmediato, crear en esta denominación un gran vino con las uvas de cinco pagos en los que trabaja desde hace 20 años. Y cuyas uvas, su color, taninos, calidad, lleva analizando un par de décadas. “La piel de una uva es el ADN del territorio donde ha crecido”. Un vino que criará en un viejo caserón destartalado que acaba de adquirir en esa misma comarca, en Sotillo de la Ribera. Doble salto mortal sin red.
Un capítulo más en su biografía. Su obsesión es conseguir una expresión líquida de cada tierra que cultiva, de su historia y sus gentes. Encerrar un paisaje en una botella. Cada uno de sus viñedos, esté donde esté, refleja, entre esquistos, cascajos, granitos o calizas, un territorio y una historia; un clima y una variedad de uva unida a ese suelo desde los romanos. Un paisaje que hay que mimar con la ecología como bandera. Y trabajar junto a los viejos agricultores de la zona, Pepe o Valentín, para que le transmitan sus secretos; para probar a su lado viejos vinos con 60 o 70 años al caer la tarde y comprender cómo se hacían las cosas cuando no había tractores, y zamparse después un chorizo en una brasa de sarmientos.
Su proyecto nunca ha entendido de fronteras: se basa en la emoción.
“Cuando veo un viñedo, si me hace vibrar, me fío. Llegas, ves que esa
tierra huele de una forma especial, que tiene algo mágico, y te quedas.
Tampoco vas a ciegas. Estudias, lees, preguntas a los ancianos del lugar
dónde se hacía gran vino antes de la guerra. Tiras del hilo. A
continuación, arriendas y, poco a poco, intentas comprar esas fincas
únicas. Hay que limpiar el terreno, reconstruir muros, sanear la tierra,
reinjertar y resucitar cepas. A lo mejor seis años después haces un
primer vino. Y ves cómo envejece. Si tienes prisa, estás perdido”.
Su recorrido no ha sido fácil. En las tres últimas décadas ha sido tildado de “tonto”, “pijo”, “bodeguero sin bodega”, “enólogo volante”, “enemigo de los consejos reguladores”, “hiperactivo” y “diletante”. Hasta alcanzar el éxito de la crítica con Las Beatas, en La Rioja, y As Caborcas, en Ribeira Sacra, dos vinos ya de culto, en el sector se decía en voz baja que su inquietud viajera le impedía alcanzar la excelencia con ninguno de sus proyectos, como habían conseguido sus dos compañeros de generación más aventajados, Álvaro Palacios y Peter Sisseck (que revolucionaron el Priorato y la Ribera del Duero con L’Ermita y Pingus). En realidad lo estaba haciendo, pero en silencio. Ahora toma aliento y dice que ha llegado el momento de la calma, consolidar los proyectos, denunciar lo que se hace mal y transmitir sus conocimientos a los jóvenes a través de una red de viticultores que está creando con Remelluri como eje. Esas ideas se plasmaron a comienzos de este año en el llamado Manifiesto Matador, en defensa del terroir español y en contra de la burocratización del vino. Y en los encuentros de Remelluri (el último en mayo de este año), que reunió a un centenar de productores y donde se criticó el sistema de calificación de las denominaciones de origen (básicamente La Rioja), que optan por la uniformidad mediocre, frente a los vinos de un municipio, paraje o finca concretos, como en Borgoña o el avanzado Priorato. Su apuesta de futuro tiene tres patas: “Buena viticultura, paisaje y artesanía”.
Telmo Rodríguez dice que nunca sintió que el vino fuera su destino manifiesto, aunque su infancia transcurrió entre viñas. “Nunca lo vi como una obligación; como yo tampoco hago con mis tres hijos. Fue una vocación que sedimentó con los años. Primero fue un juego; más tarde, una salida laboral, y, al final, una pasión”.
A mediados de los sesenta, su padre, Jaime Rodríguez Salís, un empresario de Irún, un “bulldozer de los negocios”, tras hacer fortuna con el complejo del Golf de Fuenterrabía, adquirió una gran propiedad de viñedo cerca de Labastida, en La Rioja Alavesa, llamada Remelluri. Rodríguez Salís, un hombre hecho a sí mismo, que hoy cuenta 90 años, recuerda en sus memorias (El niño republicano de Beraun) cómo su éxito le llegó “por haber nacido pobre”. No da muchas explicaciones de cómo se decidió a saltar de la construcción a las viñas, “quería hacer algo que no tuviera nada que ver con la especulación, y el vino de La Rioja era pura especulación”. Remelluri era una de las fincas más bellas y con más historia de La Rioja. Con trazas del siglo X y la herencia de los jerónimos en torno al monasterio de Toloño y a una recóndita ermita. Aquí hubo más de 100 hectáreas de viñedo. Y mucha sabiduría monástica. En los sesenta esa hacienda era una ruina. Cuando Rodríguez Salís y su esposa, Amaya Hernandorena, llegaron a Labastida, en 1967, cargados de críos, se propusieron devolver al lugar su esplendor. Se replantó más de un centenar de hectáreas de viñedo y se recuperó la casa y la ermita. Y se construyó la bodega. En 1971 se comercializó el primer Remelluri resucitado. En 10 años se convertiría en una referencia de modernidad dentro de una Rioja gobernada por químicos y gerentes; uno de los primeros vinos de pago españoles (es decir, de una sola finca, con sus características geográficas, geológicas y humanas), junto a otro rioja mítico, el Contino. Rodríguez Salís consiguió algo más: que en torno a ese viñedo surgiera una masa crítica intelectual (en plena dictadura) a la que daría vida el grupo Gaur de artistas vascos (en el que militaban Eduardo Chillida, Jorge Oteiza y Néstor Basterretxea), el pintor Vicente Ameztoy (que realizaría durante siete años el conjunto pictórico que decora la ermita) y numerosos escritores y arqueólogos (la pasión de Rodríguez Salís), además de albergar discretas reuniones de políticos vascos en los peores “años de plomo”.
A comienzos de los ochenta, el joven Telmo no sabía qué hacer con su
vida. Era un tipo solitario que miraba lejos y veía en la frontera del
Bidasoa, en Irún, su ciudad natal, una oportunidad. En torno a esa línea
divisoria hizo sus primeros negocios trapicheando con foam
(espuma) para construir tablas de surf. Se matriculó en Biología en
Bilbao sin convicción y, a mediados de los ochenta, en Enología en
Burdeos. A partir de ahí, ese mundo comenzaría a engancharle. Una
adicción que se confirmaría con su inmersión en el terreno como enólogo
novato en grandes pagos de Burdeos y, sobre todo, del Ródano. “No quería
ver bodegas; quería ver viñedos. Lo logré en el Ródano. Encontré
autenticidad. Lo bueno había estado abandonado y en lugares
inaccesibles, y la imagen de esa región había sido siempre de vino
barato. Y con una viticultura heroica habían cambiado el chip y estaban
haciendo algunos de los vinos más excitantes del planeta. Aprendí que lo
importante era la tierra, no la bodega”.
Desde finales de los setenta, el universo global del vino estaba viviendo su toma de la Bastilla. En EE UU, los mediocres caldos de California se estaban convirtiendo en carísimos vinos de culto del Valle de Napa; en Italia, algunos sofisticados marqueses habían dado un golpe de mano a las viejas denominaciones de origen con sus exclusivos supertoscanos, y en Francia, los vinos de garaje de Saint-Émilion desafiaban en precio a los aristocráticos premier cru de Burdeos.
En España también comenzaban a pasar cosas. El aletargado gran vino del poder, el Vega Sicilia, había sido adquirido por la familia Álvarez en 1982, que lo relanzaría al estrellato. A mediados de esa década, Alejandro Fernández reinventaba la Ribera del Duero con su Pesquera; y a finales de los ochenta, Álvaro Palacios y René Barbier (junto a un puñado de hippies) ponían en el mapa al Priorato cobrándolo 10 veces más caro que un rioja. En mitad de esa revolución, Telmo Rodríguez regresó de Francia a la bodega familiar de Remelluri. La abandonaría a mediados de los noventa, al no poder concluir su proyecto de llevar al máximo de calidad a la marca por divergencias familiares. (Tomaría las riendas una década más tarde y hoy produce la mitad de botellas). No tenía un duro. En marzo de 1994 creaba la Compañía de Vinos y comenzaba su vagabundear en busca de territorios singulares para extraer de ellos un vino inimitable. Y cobrarlo caro. Y con la idea también de crear una segunda categoría digna y más barata que proporcionara músculo financiero a la gravosa locura de resucitar viñedos. Su objetivo eran viñedos perdidos, en zonas vitivinícolas olvidadas y en los que aplicar elaboraciones que habían caído en desuso por la guerra, el hambre, el éxodo rural y la industrialización. “Para mí, el futuro es el pasado”.
No afrontaba esa aventura en solitario. Estaba a su lado Pablo Eguzkiza, su compañero de la Escuela de Enología de Burdeos, un ingeniero navarro de 53 años, serio, ácido, y maestro de artes marciales, rodado en el mítico Petrus bordelés y el Dominus californiano, que en 1994 orientaba su futuro hacia los viñedos de Australia, pero cayó seducido por el proyecto de Rodríguez. Serían socios. Cada uno cumpliría su papel. Telmo podría recorrer Asia o América durante semanas vendiendo sus sueños y sus botellas porque Pablo iba a permanecer a pie de viña. “Pablo ha aportado prudencia. Yo estoy más loco. Y él es más enólogo. Pero todo lo decidimos a medias. Si él no está conforme, no se hace”. Cuando se charla con Eguzkiza sobre las ocurrencias de Rodríguez, pone cara de resignación y concluye, “ya ves en los líos en que me mete. Parece que tiene 20 años. No puedo con él”. Y rompe a reír.
Esta historia podría concluir en un viñedo de Ourense colgado sobre el río Bibey o en la comarca malagueña de la Axarquía donde se prensan las uvas como en tiempo de los romanos; entre viejas garnachas de Cebreros, o en mínimos pagos de Toro, Rueda o Ribera del Duero. Son parte del sueño de Telmo Rodríguez. Pero termina en Las Beatas, dos hectáreas de viña a 600 metros de altura a la sombra de la sierra de Cantabria. Una pendiente remota donde crecen cepas centenarias, musculosas, nudosas de las que surgen 1.500 botellas que se beben en Tokio y Nueva York. No hay nada igual en el mundo. Eso pensaron Telmo y Pablo cuando pisaron por primera vez este pago hace dos décadas. Todo estaba por hacer. Chocaron sus manos y orinaron sobre la tierra, como dos canes marcando su territorio. Sabían que valía la pena.
“No pretendo ser el número uno ni vender más caro que nadie, quiero
hacer país, dejar algo a los que vienen detrás: orgullo por la tierra”
Los microdominios vitícolas de Telmo Rodríguez se extienden desde Ourense hasta Alicante y desde Málaga hasta Burgos y desde Ávila hasta La Rioja. Y continúa su camino. Viajando 300 días al año. La mayoría en dirección a Asia. Para explicar su proyecto. Con una botella bajo el brazo. En catas en Hong Kong, Bangkok o Taipei, donde nadie ha oído hablar de los vinos españoles. Y hay que ponerse sin humos a la cola de los franceses e italianos. Y vender con un mensaje de tradición y excelencia. “No pretendo ser el número uno o vender más caro que nadie. Quiero hacer país. Dejar algo a los que vienen detrás: orgullo por lo propio, por nuestra tierra, que atesora el 60% de la biodiversidad de Europa, y donde se elabora vino desde los romanos. España se tiene que quitar de encima esa imagen de vino barato. Y la tiene porque aquí se ha despreciado la viticultura tradicional. Y aún se sigue valorando más producir 10.000 kilos por hectárea que la magia de alguien volcado en una viña. Y si te cargas lo manual, lo auténtico, acabas con una forma de vida; con un tejido humano, paisajístico y económico que ya no vas a recuperar. Ese mundo sobrevivirá si se valora la artesanía y puedes vivir dignamente de la viña, como Emilio Rojo en Ribeiro, Abel Mendoza en La Rioja, Jorge Monzón en la Ribera, Ricardo Pérez y Raúl Pérez en El Bierzo, Rodrigo Méndez en Rías Baixas o Daniel Jiménez-Landi en Gredos. Y los modernos productores del Rioja ‘n’ Roll”.
“Hay que limpiar el terreno, reconstruir muros, sanear la tierra,
resucitar cepas. A lo mejor seis años después haces un primer vino”
Es un tipo breve de tamaño, sólido de anatomía, con una mirada que escanea todo lo que ocurre en torno suyo y una frondosa cabellera que le resta años a sus 54. Un adicto al vino, pero también a los libros, el diseño, la arquitectura, Miquel Barceló, los percebes y la buena conversación. Su referente histórico es el Medoc Alavés, un intento a mediados del siglo XIX, capitaneado por un grupo de ilustrados y aristócratas, de crear una alternativa de calidad vitícola e intelectual frente a Burdeos. No prosperó. Es su modelo. Uno de sus placeres es reunir en la vieja hacienda familiar de Remelluri artistas, políticos, profesores, bodegueros y periodistas, y provocarlos. Y escuchar sus respuestas y propuestas. Nunca toma nota. Pero la toma.
Estamos en la soledad de la Pardilla, una pequeña finca en la Ribera del Duero. En ella conviven, como antaño, cepas de distintas variedades que prestan una tonalidad multicolor a la viña; ha plantado en torno a ella olivos y almendros. Algo que hace en todas sus propiedades. El viñedo ofrece la imagen de un jardín vivo y salvaje. Estos terrenos, abandonados durante décadas, forman parte de su sueño inmediato, crear en esta denominación un gran vino con las uvas de cinco pagos en los que trabaja desde hace 20 años. Y cuyas uvas, su color, taninos, calidad, lleva analizando un par de décadas. “La piel de una uva es el ADN del territorio donde ha crecido”. Un vino que criará en un viejo caserón destartalado que acaba de adquirir en esa misma comarca, en Sotillo de la Ribera. Doble salto mortal sin red.
Un capítulo más en su biografía. Su obsesión es conseguir una expresión líquida de cada tierra que cultiva, de su historia y sus gentes. Encerrar un paisaje en una botella. Cada uno de sus viñedos, esté donde esté, refleja, entre esquistos, cascajos, granitos o calizas, un territorio y una historia; un clima y una variedad de uva unida a ese suelo desde los romanos. Un paisaje que hay que mimar con la ecología como bandera. Y trabajar junto a los viejos agricultores de la zona, Pepe o Valentín, para que le transmitan sus secretos; para probar a su lado viejos vinos con 60 o 70 años al caer la tarde y comprender cómo se hacían las cosas cuando no había tractores, y zamparse después un chorizo en una brasa de sarmientos.
“Nunca pensé dedicarme al vino. Para mí fue primero un simple
juego; más tarde, una salida laboral, y, al final, una auténtica pasión”
Su recorrido no ha sido fácil. En las tres últimas décadas ha sido tildado de “tonto”, “pijo”, “bodeguero sin bodega”, “enólogo volante”, “enemigo de los consejos reguladores”, “hiperactivo” y “diletante”. Hasta alcanzar el éxito de la crítica con Las Beatas, en La Rioja, y As Caborcas, en Ribeira Sacra, dos vinos ya de culto, en el sector se decía en voz baja que su inquietud viajera le impedía alcanzar la excelencia con ninguno de sus proyectos, como habían conseguido sus dos compañeros de generación más aventajados, Álvaro Palacios y Peter Sisseck (que revolucionaron el Priorato y la Ribera del Duero con L’Ermita y Pingus). En realidad lo estaba haciendo, pero en silencio. Ahora toma aliento y dice que ha llegado el momento de la calma, consolidar los proyectos, denunciar lo que se hace mal y transmitir sus conocimientos a los jóvenes a través de una red de viticultores que está creando con Remelluri como eje. Esas ideas se plasmaron a comienzos de este año en el llamado Manifiesto Matador, en defensa del terroir español y en contra de la burocratización del vino. Y en los encuentros de Remelluri (el último en mayo de este año), que reunió a un centenar de productores y donde se criticó el sistema de calificación de las denominaciones de origen (básicamente La Rioja), que optan por la uniformidad mediocre, frente a los vinos de un municipio, paraje o finca concretos, como en Borgoña o el avanzado Priorato. Su apuesta de futuro tiene tres patas: “Buena viticultura, paisaje y artesanía”.
Telmo Rodríguez dice que nunca sintió que el vino fuera su destino manifiesto, aunque su infancia transcurrió entre viñas. “Nunca lo vi como una obligación; como yo tampoco hago con mis tres hijos. Fue una vocación que sedimentó con los años. Primero fue un juego; más tarde, una salida laboral, y, al final, una pasión”.
A mediados de los sesenta, su padre, Jaime Rodríguez Salís, un empresario de Irún, un “bulldozer de los negocios”, tras hacer fortuna con el complejo del Golf de Fuenterrabía, adquirió una gran propiedad de viñedo cerca de Labastida, en La Rioja Alavesa, llamada Remelluri. Rodríguez Salís, un hombre hecho a sí mismo, que hoy cuenta 90 años, recuerda en sus memorias (El niño republicano de Beraun) cómo su éxito le llegó “por haber nacido pobre”. No da muchas explicaciones de cómo se decidió a saltar de la construcción a las viñas, “quería hacer algo que no tuviera nada que ver con la especulación, y el vino de La Rioja era pura especulación”. Remelluri era una de las fincas más bellas y con más historia de La Rioja. Con trazas del siglo X y la herencia de los jerónimos en torno al monasterio de Toloño y a una recóndita ermita. Aquí hubo más de 100 hectáreas de viñedo. Y mucha sabiduría monástica. En los sesenta esa hacienda era una ruina. Cuando Rodríguez Salís y su esposa, Amaya Hernandorena, llegaron a Labastida, en 1967, cargados de críos, se propusieron devolver al lugar su esplendor. Se replantó más de un centenar de hectáreas de viñedo y se recuperó la casa y la ermita. Y se construyó la bodega. En 1971 se comercializó el primer Remelluri resucitado. En 10 años se convertiría en una referencia de modernidad dentro de una Rioja gobernada por químicos y gerentes; uno de los primeros vinos de pago españoles (es decir, de una sola finca, con sus características geográficas, geológicas y humanas), junto a otro rioja mítico, el Contino. Rodríguez Salís consiguió algo más: que en torno a ese viñedo surgiera una masa crítica intelectual (en plena dictadura) a la que daría vida el grupo Gaur de artistas vascos (en el que militaban Eduardo Chillida, Jorge Oteiza y Néstor Basterretxea), el pintor Vicente Ameztoy (que realizaría durante siete años el conjunto pictórico que decora la ermita) y numerosos escritores y arqueólogos (la pasión de Rodríguez Salís), además de albergar discretas reuniones de políticos vascos en los peores “años de plomo”.
“En Francia, en el Ródano, aprendí que lo importante era la tierra,
no la bodega. No quería ver bodegas ni barricas, quería ver viñedos”
Desde finales de los setenta, el universo global del vino estaba viviendo su toma de la Bastilla. En EE UU, los mediocres caldos de California se estaban convirtiendo en carísimos vinos de culto del Valle de Napa; en Italia, algunos sofisticados marqueses habían dado un golpe de mano a las viejas denominaciones de origen con sus exclusivos supertoscanos, y en Francia, los vinos de garaje de Saint-Émilion desafiaban en precio a los aristocráticos premier cru de Burdeos.
En España también comenzaban a pasar cosas. El aletargado gran vino del poder, el Vega Sicilia, había sido adquirido por la familia Álvarez en 1982, que lo relanzaría al estrellato. A mediados de esa década, Alejandro Fernández reinventaba la Ribera del Duero con su Pesquera; y a finales de los ochenta, Álvaro Palacios y René Barbier (junto a un puñado de hippies) ponían en el mapa al Priorato cobrándolo 10 veces más caro que un rioja. En mitad de esa revolución, Telmo Rodríguez regresó de Francia a la bodega familiar de Remelluri. La abandonaría a mediados de los noventa, al no poder concluir su proyecto de llevar al máximo de calidad a la marca por divergencias familiares. (Tomaría las riendas una década más tarde y hoy produce la mitad de botellas). No tenía un duro. En marzo de 1994 creaba la Compañía de Vinos y comenzaba su vagabundear en busca de territorios singulares para extraer de ellos un vino inimitable. Y cobrarlo caro. Y con la idea también de crear una segunda categoría digna y más barata que proporcionara músculo financiero a la gravosa locura de resucitar viñedos. Su objetivo eran viñedos perdidos, en zonas vitivinícolas olvidadas y en los que aplicar elaboraciones que habían caído en desuso por la guerra, el hambre, el éxodo rural y la industrialización. “Para mí, el futuro es el pasado”.
No afrontaba esa aventura en solitario. Estaba a su lado Pablo Eguzkiza, su compañero de la Escuela de Enología de Burdeos, un ingeniero navarro de 53 años, serio, ácido, y maestro de artes marciales, rodado en el mítico Petrus bordelés y el Dominus californiano, que en 1994 orientaba su futuro hacia los viñedos de Australia, pero cayó seducido por el proyecto de Rodríguez. Serían socios. Cada uno cumpliría su papel. Telmo podría recorrer Asia o América durante semanas vendiendo sus sueños y sus botellas porque Pablo iba a permanecer a pie de viña. “Pablo ha aportado prudencia. Yo estoy más loco. Y él es más enólogo. Pero todo lo decidimos a medias. Si él no está conforme, no se hace”. Cuando se charla con Eguzkiza sobre las ocurrencias de Rodríguez, pone cara de resignación y concluye, “ya ves en los líos en que me mete. Parece que tiene 20 años. No puedo con él”. Y rompe a reír.
Esta historia podría concluir en un viñedo de Ourense colgado sobre el río Bibey o en la comarca malagueña de la Axarquía donde se prensan las uvas como en tiempo de los romanos; entre viejas garnachas de Cebreros, o en mínimos pagos de Toro, Rueda o Ribera del Duero. Son parte del sueño de Telmo Rodríguez. Pero termina en Las Beatas, dos hectáreas de viña a 600 metros de altura a la sombra de la sierra de Cantabria. Una pendiente remota donde crecen cepas centenarias, musculosas, nudosas de las que surgen 1.500 botellas que se beben en Tokio y Nueva York. No hay nada igual en el mundo. Eso pensaron Telmo y Pablo cuando pisaron por primera vez este pago hace dos décadas. Todo estaba por hacer. Chocaron sus manos y orinaron sobre la tierra, como dos canes marcando su territorio. Sabían que valía la pena.