Mientras los hombres colgaban el cochino, las mujeres deshacían el vientre y aprovechando las “termales” aguas del manantial, lavaban las tripas en el lavadero de la fuente.
Abierta la panza, salía toda la … que la fuerza de la corriente del agua hacía desaparecer al instante. La misma operación para el cuajo. Los intestinos (intestino delgado) se cortaban a la medida de una vara, un poco menos de un metro para los chorizos y un poco más de una cuarta las tripas (intestino grueso) para las morcillas, que tras vaciarlos se daban la vuelta y se rozaban contra las piedras del lavadero para dejarlos bien limpios, aclarándolos varias veces y poniéndolos después en un barreño con sal, ajo machacado y vinagre hasta que se cosían y llenaban, esperando que fueran elásticas y resistentes, porque de lo contrario, “De malas tripas malas morcillas”.
Al mismo tiempo, la dueña de la casa o la más experimentada preparaba el mondongo para las morcillas: El arroz y la sangre cocidos, manteca bien picada, la cebolla bien frita con manteca, como principales ingredientes, además de sal, cominos, pimienta, … Todo ello con medida y tino, pues ya dice el refrán: “La morcilla hermosa, jugosa, picante y sosa”.
Se llenaban las morcillas con el mondongo, se cosían y se metían en la caldera de cobre con la lumbre apropiada para que la cocción fuera lenta y no se reventaran, aunque siempre venía bien que alguna se reventase para que el calducho tuviera más sustancia y alguna “zurraspa”. La más gruesa se llamaba morcón. Mientras se cocían se pinchaban con una aguja larga para eliminar el aire. Y todos observando como flotaban y cocían las morcillas: “Muchas manos en la hornilla, no dejan probar morcilla.”.
Cuando la aguja ya no se manchaba era la prueba de que las morcillas estaban cocidas. Se sacaban de la caldera y se dejaban enfriar hasta que se colgaban en la vara que pendía sobre las cabezas en la cocina de la casa. Recordamos unas 30 morcillas al menos, a pesar del refrán: “Trece morcillas tiene el cerdo, ni te las doy ni te las cuento” o “Grande o pequeño el chón, trece morcillas son”. La cocina tenía un gran fogón con chimenea, el recogedor, la trébede con la caldera, los pucheros sujetos con los seseros, las tenazas, el fuelle y un banco a cada lado.
Con las morcillas casi humeantes se iniciaba un pequeño reparto a algún vecino o familiar, al maestro y al cura. “La morcilla del cagalar muchos la quieren y a pocos se les da” o “La morcilla del cagalar para el cura del lugar”: un puchero o cazuela de calducho, una morcilla, algo de hígado y un pequeño trozo del alma que se encargaban de repartir los más pequeños, que hacían el recado con alegría por la propina que habitualmente recibían.
Por la tarde, terminada la tarea y mientras las mujeres echaban una partida a la brisca o al tute, los hombres bajaban a la bodega para saborear un buen trozo de morro o un somarro a la parrilla, con su sabor característico. Puesto sobre el pan se iban cortando pequeños trozos con la navaja. Rondas de jarro o porrón animaban la conversación, hasta que alguien iniciaba una jota ... Había buenos joteros entonces, a los que daba gusto escuchar o acompañar. La farra seguía con más jotas, mientras se tomaban los cafés y las copas de anís, coñac, o sol y sombra, en el bar de Cantero.