Por San Blas la cigüeña vino a posarse majestuosamente en lo más alto de la torre de Fuentemolinos. Lo hizo de tal suerte que su cuerpo quedó situado en el centro mismo de la cruz de la altísima veleta, perfectamente enmarcado en el cielo azul purísimo de principios de febrero. Preciosa estampa la formada por el ave -con elegante vestido de plumaje blanco, las puntas de las alas negro y el pico y las patas rosa-, la cruz con sus arabescos, el blanco envejecido de la piedra y el azul del cielo.
¿De dónde vino; por qué senderos de aire transitó; cuántos paisajes pasaron por sus ojos; quiénes fueron sus compañeras de viaje hasta llegar aquí ...? Imposible saberlo, mas poco importa conocer ahora las respuestas. Sólo saber que llegó hasta aquí y que se coronó reina de las alturas y directora de los vientos. Desde su formidable atalaya, en que se obtiene un punto de visión mucho más alto que el que se consigue desde el hueco de las campanas, la cigüeña se recrea en la contemplación del caserío y del paisaje. El caserío está quieto, como adormecido, esta mañana de invierno. Ya apenas si se forman las blancas líneas de humo que las glorias producen al encenderse y que en tiempos pretéritos formaban un espectáculo visual fantástico: columnillas blancas enmarañando la mañana para atenazar al frío y reducirlo y a la postre rendirlo. Casi ya no quedan escamas de plata de los tejados escarchados. Poco movimiento se advierte por las calles y por los corrales. Entonces la cigüeña observa en silencio el paisaje, el maravilloso paisaje de Fuentemolinos. Pero su mirada queda cautivada por el paisaje del norte, el paisaje que arranca desde la olma de la fuente y se extiende serpenteante, siguiendo el curso del arroyo, hacia la vega del Riaza conformando espacios inigualables. Quienes ya lo conocen no necesitan explicación ni ponderación alguna, y para los que siempre lo han visto así, acaso no presente ningún atractivo especial pues están habituados a verlo y lo sienten tan próximos que les parece lo más natural del mundo. Mas para quienes lo desconocen, o lo ven entre espacios temporales de cierta duración, cada vez que lo observan lo redescubren y les causa profunda fascinación. Que es lo que le pasa hoy a nuestra amiga cigüeña. Porque esta mañana de invierno ha sido una de esas ocasiones en que se mostraba el paisaje en su belleza extrema, aún descarnado en su desnudez, aún sin vestimentas en los árboles ni en la floresta. Paisaje desnudo, sí. Austero, sí. Pero bello, sí: bellísimo. Los elementos del paisaje estaban ahí, desplegados como una baraja de naipes sobre el tapete verde de la mañana: A la derecha algunos pinos y almendros, los chopos, como siempre, rectos y vigilantes, el molino y los huertos labrados. A la izquierda los palomares de piedra en ruinas desde hace tiempo, su atalaya alternativa. Los sembrados incipientes salpican el lienzo de pinceladas de verde pálido. Los caminos de grava delimitan las parcelas de labor. Luz de tierras calizas en la distancia. Manchas grises de algún rastrojo olvidado, de alguna zarza vieja. Las bodegas asomadas a la ladera y los majuelos dormidos y desnudos. La vega, su mejor despensa. Más allá la línea de chopos del Riaza, y al fondo de todo la medieval Haza y el Monte Pinadillo. El día ha ido avanzando. Ya es la tarde pero apenas si hace frío. Las nubes están en pugna con el sol en su eterna disputa por la luz. Gran abanico de grises en este atardecer de invierno se esbozan en lo último del cielo. El paisaje es espléndido. Me resisto a volver a casa. Está cayendo la tarde. El viento comienza a adueñarse del paisaje. Es Fuentemolinos (norte). La cigüeña se ha ido.
Adaptación del texto de Santiago Izquierdo, de Sotillo de la Ribera, publicado en el Sotiblog: http://sotiblog.blogspot.com/2010/02/por-san-blas.html. Gracias a nuestro amigo Efrén por ponernos en contacto con Santiago y a Santiago por permitirnos esta licencia.
Ayer, a las dos de la tarde, algunos días después de San Blas, probablemente debido a los últimos fríos, vimos a nuestra cigüeña posada en la Torre.
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